2.- Ruinas de la Iglesia de San Martín y arco árabe.
3.- Ruinas de la Iglesia de San Martín. Vista del ábside.
4.- Bóveda de crucería en el ábside de la antigua Iglesia de San Martín.
5.- Patio mudéjar de la Iglesia de Santa María.
6.- Torre de la Iglesia de Santa María, que fuera mezquita árabe.
7.- El castillo de Niebla visto desde la ciudad.
8.- Patio de armas del castillo. El carro nos indica que la fortaleza neblí ha sido utilizada militarmente hasta tiempos muy próximos. Datos históricos lo confirman.
9.- Por esta puerta se accede a las almenas.
10.- Adarves. Niebla, a la sombra de su castillo.
11.- Tronera en la muralla. Bajo la cruz, una obertura para disparar.
12.- Garrote vil. Las mazmorras del viejo castillo son un reducto infernal, donde se exhiben instrumentos de muerte y tortura de diversas épocas.
13.- Los árboles abundaban en la margen izquierda del río Tinto.
14.- Río Tinto, a escasos metros del puente romano.
15.- El puente romano sombre el río Tinto visto desde Niebla.
16.- Puente romano sobre el río Tinto, a la salida de Niebla.
Llevábamos dos horas de camino cuando, a nuestra derecha, perdido en un inmenso matorral, surgió el primer indicio. Era el río, aquel cauce fuliginoso que, bajo la llovizna tormentosa del verano meridional, hacía una extraña aleación con el plomo del cielo. Por algo llaman Tinto al cauce de esas aguas. Y más allá, es decir, hacia el sur y el oeste, hacia la antigua Onuba, Niebla, ciudad amurallada que, al margen de la autopista del V Centenario, aparece a los ojos del viajero como lo que es: un enclave remoto, replegado en su propia memoria y hundido en el terreno que lo sostiene. En efecto, es preciso salir del calendario, dejar atrás la prisa y la velocidad, olvidar el trazado, el orden rectilíneo de los modernos espacios, y adentrarse en la tortuosa carreterilla que conduce, luego de algunas vueltas y repechos, al temible bastión de los Guzmanes, fortaleza en activo hasta hace poco tiempo. Está nublada Niebla, qué juego de palabras. La niebla que doraba con su luz aquel conde, a quien don Luis de Góngora dedicase su Polifemo. Un gigante. No, no lo digo por el jayán gongorino, que lo era, sin duda, ni por el gran poeta que nos lo puso en endecasílabos, sino por la ralea del señor conde, dueño de cuantas tierras abarca la pupila, sembrados, pastizales y los bosques que, junto al río, están siendo talados sin piedad. La nobleza, en España, es el imperio de la depredación, el desprecio absoluto hacia los otros, empezando por la natura, esclava principal de sus feudos y cariátide del poder absoluto. Será por eso que el castillo brilla. Un minúsculo rayo se cuela entre las nubes y pone el sol a sus pies, mientras la comitiva en que me incluyo cruza el umbral de la ciudadela y se topa casi al instante con las bellas ruinas de San Martín, una iglesia de estilo gótico, cuyo ábside asciende hasta una bóveda de grácil crucería, a espaldas de un gran arco de herradura, en diálogo con él. ¿Qué se dirán? ¿Qué reproches se espetarán a la luz de la luna? Entre tanto mohín, ¿no habrá brotado una brizna de amor? No es posible, me temo. Tras recorrer severos aposentos, que jalonan sin orden el patio de armas, uno llega a sentir el clamor de la soldadesca y el grito dolorido de alguien que sufre. La España grande, libre y, por supuesto, una –como fueron los almohades, varios siglos atrás-, se forjó sobre el llanto. Su argumento más sólido puede verse en los calabozos, las sórdidas mazmorras del infierno, que se abre a muy poca distancia de la alcoba de la condesa. Esposas, cadenas, grilletes, son tan sólo instrumentos elementales, centinelas del reino del dolor, dominado por grandes artilugios: el inefable potro, la cuna de Judas, la dama de hierro y su corte de pinchos, tenazas pezoneras, alicates saca-uñas, azotes de todas clases y, en un rincón siniestro, el garrote, el temible garrote vil, utilizado por última vez en 1975. Imposible cruzar el laberinto sin sentir el flagelo de la humedad. El infierno, no hay duda, lo inventaron los hombres, lo crearon los hombres, que hoy se empecinan en mantenerlo a punto, por si alguien atizara la rebelión. Vámonos, vámonos, le digo a mi mujer, cogiéndola del brazo; vámonos a la luz, respiremos el aire de la libertad. Y salimos, por fin, a la superficie. Por una puerta gótica, accedemos al dédalo de escaleras que conducen a los adarves. Niebla, a sus pies, como un mastín sentado, duerme su siesta histórica. La antigua iglesia de Santa María, con sus vestigios paleocristianos, aporta el ideario, el sustento ideológico de la ciudad cristiana, nacida a cañonazos, porque Niebla, donde el halcón neblí es el rey de los cielos, inauguró la pólvora en España y abrió paso a la artillería.
Tiene Niebla otra cara, sin embargo, sin embargo, tributaria aun de aquella que se exhibe en los torreones y luce sus achaques en las piedras. Ese otro rostro, el de la decadencia, puede verse en la insipidez de lo cotidiano, en el sueño profundo de sus calles y plazas, donde el reloj parece detenido en un conato de eternidad. Apenas había gente sino en misa y era digna de contemplarse la coyunda antinatural entre la noble fábrica, visigoda y mudéjar, del templo y las pantallas como de karaoke que convertían el rito en espectáculo, en circo la liturgia: oh, que incuria de hiel y sinsentido, hubiese exclamado Juan Ramón Jiménez desde el destierro. El destierro. Una palabra clave –entre bastantes más- para entender nuestra historia. La de Rodrigo Díaz de Vivar, en la Castilla colonizadora, echándose al coleto cada palmo de tierra: polvo, sudor, hierro; reconquista. El exilio forzoso de Mutamm’id, rey de Sevilla y excelso poeta: Prefiero ser pastor de camellos entre los almorávides –dijo en cierta ocasión- que porquero entre los cristianos. He aquí las dos Españas, la del poeta y la del soldado, como leí una vez a León Felipe; la que se fue con él: Cernuda, Altolaguirre, Salinas, Alberti, Machado...; la que no pudo irse para nunca: García Lorca, Miguel Hernández...; dos Españas que aún siguen odiándose, a pesar de la losa de piedra que sepultó al causante del horror.